Fuego y sombra

 

«La emoción más antigua y más intensa de la humanidad es el miedo, y el más antiguo y más intenso de los miedos es el miedo a lo desconocido.»

H. P. Lovecraft

La figura encapuchada se acercó al fuego, su sombra temblaba sobre los rostros de los demás acólitos, rostros de contención y miedo. El techo de la bóveda se perdía en la oscuridad, así como también las paredes. Tan solo un fuego furioso en el centro de la oscuridad revelaba una decena de figuras con túnicas oscuras.

A una señal invisible todos empezaron a murmurar en voz baja, en el mismo tono monótono, palabras incomprensibles que sonaban como el lenguaje del infierno. Mientras aumentaban el volumen de los murmullos adoptaron una nueva formación en torno al fuego, el cual comenzó a crecer y chisporrotear con más furia aún, lenguas de llamas se elevaban como latigazos hacia arriba. Debido a la creciente luz se hizo visible el techo de la bóveda, desde el centro de la cual un rostro perverso tallado en piedra colgaba inerte, con los ojos cerrados.

Describir semejante rostro en detalle sería inútil, era humanoide, con rasgos demoníacos y ajenos a toda armonía y razón. Pero lo fundamental era su expresión: contenía la maldad absoluta y primitiva, la ruina de todas las cosas. Una vez visto era imposible borrarlo del recuerdo.

Mientras tanto, los hombres con túnicas se movían alrededor del fuego, como poseídos, murmurando cada vez más alto cadencias más complejas. Los tonos se movían acompasados con el fuego, que subía y bajaba con los cantos. Todo indicaba que se acercaba el clímax: el baile cada vez más violento y los murmullos cada vez más agudos y caóticos.

Entonces, cuando los encapuchados parecían a punto de desfallecer y el canto alcanzó su culmen de intensidad, el fuego pareció restallar por dentro, se escuchó un rugido atronador y el rostro malévolo abrió los ojos que brillaron con odio. Al mismo tiempo lenguas de fuego arrastraron a los acólitos al centro del fuego y los consumieron en segundos.

El fuego, más violento que nunca, azotaba el rostro que sonreía y esperaba.

Una figura solitaria, el maestro, se acercó y arrodilló muy cerca de las llamas. Unió sus manos en una extraña genuflexión y mirando al fuego realizó su súplica.

-Antiguo y poderoso espíritu, he realizado el sacrificio, ahora concédeme lo que te pido.

-Soy Azvankor, azote de azotes, me has despertado con alimento como exige la ley, ahora habla, mortal.

-Mi deseo es la inmortalidad, la existencia infinita.

-¿Estás dispuesto a pagar el precio?

-Sí.

-Atiende pequeña alma, solo más allá de la muerte se puede encontrar la inmortalidad. Ven, lo comprenderás.

En un instante las lenguas de fuego envolvieron al hombre, alzándolo y arrastrándolo hasta el corazón de las llamas. Pero no se quemó en segundos, tardó muchos minutos; durante los cuales unos ojos perversos observaban brillantes desde lo alto.

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