El aroma de la maldad

La mañana se mostraba espléndida: tras desayunar y prepararse el almuerzo, Nicolás fue a trabajar.

Nada más llegar notó algo raro en la verja. Habían movido la cadena y el candado. Siguió su rutina diaria por el jardín botánico sin inmutarse hasta que a media mañana encontró unos zapatos, en uno de los cuales había metidas algunas galletas envueltas en un pañuelo.

Por instinto fue a la zona más aislada: el estanque. Pronto se dio cuenta de que la puerta del cuarto de la depuradora estaba abierta. Agarró con fuerza el rastrillo y se dirigió hacia allí.

Al acercarse, escuchó sonidos procedentes del interior del cuarto y se apresuró, llegando justo a tiempo para cortarle el paso a un joven marroquí que se disponía a huir. Al ver a Nicolás sus ojos reflejaron pánico, pero se relajaron al ver su mono de jardinero.

-¿Esto es tuyo? –le dijo Nicolás, ofreciéndole los zapatos.

El joven asintió y los cogió. Empezó a sollozar.

-No puedo pagarles… No puedo–, repetía de forma entrecortada.

Nicolás esperó a que se serenase. El joven, más tranquilo, le explicó su situación.

-Mi mujer y yo llegamos hace dos meses en una lancha. Pagamos antes de salir, pero ellos dicen que les debemos aún mucho dinero. Piden más, siempre más. No puedo pagarles, no tengo, no puedo.

Nicolás miró al joven.

–Recoge tus cosas y sígueme. Te enseñaré un lugar donde podrás dormir un tiempo. Puedes salir de noche si quieres, no hay nadie a esa hora. De día procura mantenerte dentro.

Llevó al joven, que resultó llamarse Jamil, hasta el cuarto de mantenimiento principal, que tenía anexa una sala con un sofá hecho trizas y un camastro. Él respondió con lágrimas de agradecimiento.

–Pero sólo pueden ser unos días, me juego el puesto si te pillan.

Esa noche, en casa, Nicolás observó su magnífica colección. La alineó sobre un mantel de seda negra y encendió una varilla de incienso. Observó sus formas llenas de pureza, las hojas plateadas, las ricas empuñaduras: cada una de ellas tenía sus hijos de los cuales bebió el alma. Pálidos recuerdos revoloteaban. Se puso unos finos guantes de cuero y comenzó a afilarlas.

Al día siguiente, encontró a Jamil acompañado de una chica muy joven. Era su mujer, no podía permanecer más tiempo en el centro de acogida.

Nicolás la miró con cierto fastidio. Finalmente, dijo:

-Podéis quedaros solo esta semana. Ni un día más. Intentaré traeros comida después.

Jamil intentó abrazarle; la mujer, aunque agradecida, le miraba con cierta desconfianza. Nicolás se marchó y siguió con su trabajo.

Filtró el agua del estanque y comprobó el color del loto y los nenúfares. Limpió la tierra de las anémonas japonesas y de la zona de los helechos. Fijándose en su composición, notó que el sustrato perdía riqueza en algunas partes. Hizo un mapa mental de los lugares donde sería necesario aplicar un poco de vigorizante.

Cuando empezaba a oscurecer, se dirigió a la caseta de mantenimiento principal. Al acercarse escuchó gritos ahogados. Nicolás miró a su alrededor, por suerte a aquella hora no quedaba ni un alma.

Se acercó al umbral de la puerta y pudo contemplar la escena: un hombre tenía agarrada por el cuello a la mujer de Jamil y la muñeca de ésta aprisionada entre las hojas de unas tijeras de podar. Su marido les miraba espantado y parecía suplicar o quizá rezar. Nicolás se quedó junto a la puerta, dio un paso atrás y agachó la cabeza. El aire, que soplaba hacia él, transportaba una fragancia prometedora.

Al percatarse de la presencia del recién llegado, el hombre que amenazaba a la mujer de Jamil la soltó con desdén. Ella cayó al suelo y su marido intentó sostenerla. Tiró al suelo las enormes tijeras y exhibió una sonrisa de depredador mientras observaba la situación. Divertido y confiado avanzó hacia la salida; ni siquiera miró al jardinero.

Jamil observó cómo al dar la espalda a Nicolás, éste se ponía en movimiento. Sin un solo sonido se colocó tras el hombre que se iba, estiró el brazo hacia él y lo retiró rápidamente. Algo brillaba en su mano. El hombre cayó sin doblarse, como un árbol cortado, rodó en el suelo y mostró una sonrisa deformada; tras unos leves estertores quedó inmóvil.

La pareja miraba el muerto con la boca abierta. El jardinero limpió la hoja y la guardó. Mientras registraba los bolsillos del cadáver, dijo:

-Lo haré desaparecer. Lo mejor sería que os marcharais de la ciudad. Mirad, esto os puede ayudar.

Les lanzó un buen fajo de billetes que había encontrado en uno de los bolsillos. La pareja se fue, aun aturdida, sin acertar a decir nada.

Nicolás olisqueó la piel del cadáver: prometía excelentes resultados. Cubrió el cuerpo con unas mantas y lo colocó en la carretilla. La toxina, además de matar en segundos, aceleraba el rigor mortis, con lo cual podía transportar los cuerpos con mucha más facilidad.

Miró el bulto en la carretilla con una expresión indefinible.

-Para qué luego digan. Hasta la maldad sirve para algo.

La caldera estaba tan limpia que casi brillaba. No quería que las cenizas se mezclaran. Colocó el cuerpo, salió, accionó el temporizador y se fue a casa.

Esa noche, como siempre en aquellas ocasiones, tuvo un sueño. En un campo de luz una dulce voz hablaba en una lengua desconocida. Poco a poco la luz se atenuaba para dejar ver un jardín inmenso y paradisiaco pero sombrío. Entonces, un gran sol nacía mostrando la exuberancia y belleza de aquel lugar y la voz, convertida en coro, cantaba una canción hermosa pero incomprensible.

Por la mañana, llegó incluso antes de lo habitual. Con calma recogió las cenizas de la caldera, mezclándolas con diferentes productos químicos hasta formar un vigorizante vegetal que cargó en el vaporizador. Miró sus plantas y por un segundo le parecieron vestidas con ávidos rostros humanos. Se colocó el equipo y comenzó a trabajar.

Unos días después, un policía se presentó en la entrada. Nicolás lo recibió con cortesía y lo llevó a la parte más hermosa de todo el jardín, donde estaban las flores. Mientras recogía un esqueje y empezaba a colocarlo preguntó al funcionario por el motivo de su visita.

-Buscamos a un tipejo que ha desaparecido. Hay quien afirma haberlo visto este martes merodeando por aquí. –El hombre sacó una fotografía.- ¿Lo ha visto usted?

Nicolás reconoció al sicario en la foto y mantuvo su cara inexpresiva.

-No me suena de nada. Lo siento. Por aquí apenas aparece nadie.

El policía suspiró y sonrió.

-¿Le importa que descanse un rato? Estoy agotado. –Dijo y sacó un paquete de cigarrillos mientras se acomodaba en la silla.

-Por supuesto, pero, por favor, no fume. La vegetación es delicada.

El policía, sorprendido, se levantó y miró a su alrededor, fijándose por primera vez en las flores.

-Desde luego mantiene usted este lugar precioso. Es increíble.

Se acercó a aspirar el aroma de unos claveles y miró al jardinero.

-Maravilloso. –Hizo una pausa y añadió. –Bueno, no le molestó más. Le felicito por sus plantas, ha creado usted aquí un pequeño paraíso. Qué buen trabajo, de verdad.

Un vientecillo sopló desde las flores, trayendo un aroma mezclado con algo más, Nicolás inhaló aire profundamente y sonrió.

-No lo sabe usted bien.

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