El elefante y la pulga

En las ignotas selvas del Perchel se dio un encuentro muy curioso. Un pequeño elefante, joven y un poco estúpido, se encontró con una vieja y astuta pulga. El elefante dudaba en seguir uno u otro camino y la pulga le habló así.

—Hey, eres grande y fuerte, pero no muy listo. Si me dejas colocarme en tu cabeza podré dirigirte y ayudarte a progresar en la vida. Y solo te cobraré una gota de sangre al día.

El elefante se rascó la cabeza con la trompa, lo pensó un momento, y aceptó.

Unos años después el elefante tenía pulgas hasta en los talones, trabajaba todo el día y estaba hasta las narices. Con lo cual pensó en revisar su contrato con la pulga y le dijo lo siguiente.

—Oye, pulga. Ya estoy harto de este negocio, no me cuadra. Creo que será mejor que vayamos cada uno por nuestro lado.

La pulga sacó una libretita y un lapicito minúsculos y contestó de este modo.

—A ver, después de dos mil seiscientas quince jornadas laborales y hum… espera, doscientos siete días de vacaciones… Creo que me debes trescientos litros de sangre. Puedes pagarlas ahora o en cómodos plazos, ya como prefieras. Pero si decides pagarla ahora quizá no le siente muy bien a tu salud.

El elefante rumió aquella inesperada respuesta y dijo.

—Entonces ¿cuántos años me quedan de llevar estas pulgas encima? Me pican hasta las pestañas y estoy hasta la trompa de trabajar.

—Verás, —respondió la pulga— un cálculo rápido indica que no podrás pagarlo en esta vida, eres longevo, pero no tanto. Me alegra que hayas sacado el tema. Mira, elefante, debes tener crías que sigan aportando sangre en el futuro.

El elefante se mordió la trompa, confuso. Le hubiera gustado poder elevarse en el aire y estrellarse contra las rocas de las selvas del Perchel, moriría, sí, pero las pulgas también.

Sin saber cómo escapar de aquella situación, el elefante siguió trabajando en la fábrica de las pulgas, mientras éstas se reproducían sobre él.

Un par de semanas después, el elefante estaba agotado y se sentía débil. Al volver con una carga de troncos notó un olor extraño en el aire. Era humo procedente de un incendio. El elefante estaba en el centro de la selva, debía salir fuera de ella para escapar de las llamas. Así que corrió y corrió, el humo lo envolvía y las llamas le perseguían. Finalmente pudo escapar y salió a campo abierto. Se lanzó sobre el río y se bañó en él con alivio y alegría.

—Bueno, nos hemos salvado. —Dijo el elefante.

El silencio que siguió le pareció escalofriante en un principio.

—¿Hola?

Nada. Nadie.

El elefante se dio cuenta que ya no le picaba el cuerpo y que sentía su sangre fluyendo renovada. Comprendió que el humo y el agua habían matado a todas las pulgas y que ahora estaba solo. ¿Estaba solo? No. Era libre.

Por tanto, el elefante aprendió a tomar sus propias decisiones desde ese día, siempre que la cagaba, aceptaba su error y si hacía algo bien, se sentía satisfecho. Al final tuvo crías y tanto a ellas como a su esposa siempre les repetía la misma frase, la cual llegó a ser su máxima vital.

«Nunca te fíes de una pulga».

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