Tras el parpadeante velo, las pequeñas mariposas de fuego se acercaron a la máscara viva, iluminándola, y de ella surgió una voz que eran muchas, que eran todas:
Cae la noche y laten los sueños,
Ya pasó el cenit y el amanecer está olvidado.
Y, oscuro entre las brumas, se aviva el deseo humano,
Tarde, pues ya se funden en la nada los anhelos.
Comprendí y la tristeza me embargó. Porque entre aquellas infinitas voces reconocí la mía. Miré atrás, a mi propia vida; repetida incontables veces a través de los siglos y la tierra. Entonces frené mis lágrimas y atravesé el velo. Las mariposas me quemaron la piel al apartarlas y, decidido, arranqué la última máscara del hombre.
El vacío me devolvió la mirada mientras mi ser se reducía a cenizas.