Doce millones

 

Aquel día vagabundeaba por el barrio, a ver si surgía algo. Me paré en las cabinas de teléfonos y miré por si alguien se había olvidado alguna moneda. No hubo suerte en la primera. Fui hacia la otra, pensando que solo me faltaban quince céntimos para comprarme un lolipop, pero nada. Hoy no era mi día.

Cuando me iba, escuché algo a mi espalda, un runrún distorsionado. El teléfono estaba descolgado y alguien gritaba a través de él. Con cuidado lo cogí y escuché con atención. Noté con extrañeza que eran dos voces, enzarzadas en una discusión.

-Son doce millones. Ni más ni menos.

-Dijimos que si había retrasos se incrementaría la cantidad.

-He dicho mi última palabra. Colócalo en el lugar de siempre. No me hagas discutir más.

-El lugar de siempre está en obras ahora.

-Entonces ponlo en el segundo lugar, el alternativo. Y no la cagues.

-Joder, no recuerdo dónde era.

Tras un silencio tenso pude oír cómo la primera voz dudaba. Carraspeó y habló más bajito esta vez.

-Es la última vez que te lo explico por teléfono. Déjalo en la papelera que está junto a la sucursal de los Pollitos Alegres, después de medianoche.

-Doce millones entonces.

-Sí.

Coloqué el auricular en su sitio con mucho cuidado. Estaba entre emocionado y acojonado. Solo podía pensar: Doce millones ¿serían euros o dólares? Para el caso era una fortuna. La sucursal de los Pollitos Alegres estaba a un paso y ya estaba anocheciendo. Busqué un buen lugar para observar la papelera que habían dicho y saqué mi medio paquete de pipas dispuesto a esperar lo que hiciera falta.

Doce millones. Joder.

Mi reloj se apagó, ya que se alimentaba de luz solar, así que esperé con paciencia a que apareciera alguien. Observando desde una rama del algarrobo que crecía en la plaza, perfecta atalaya de vigilancia, y oculto por sus ramas y la oscuridad.

Entonces un tipo bajito apareció con un maletín. Parecía dubitativo, miró a su alrededor y se acercó a la papelera. Tras unos momentos, por fin metió lo que llevaba en el contenedor y se fue con paso rápido. Un escalofrío de nerviosismo recorrió mi cuerpo. No había tiempo que perder.

Salté del algarrobo en silencio y al más puro estilo ninja me acerqué al lugar oculto por las sombras. Allí estaba el maletín, parecía no pesar mucho. Quizá eran billetes grandes. Sonreí al tocarlo, pero mi sonrisa se congeló cuando escuché unos pasos a mi espalda.

-Oiga.- dijo una voz.

Quedé paralizado, estaba seguro de que la mafia me había pescado. Ya me daba por muerto cuando el tipo que había hablado me rodeó y me miró a la cara. Era solo un chaval.

-¿Tú también juegas? –Dijo el muchacho. –No te había visto nunca.

Las palabras y el tono me desconcertaron.

-¿Jugar? –Dije- ¿Jugar a qué?

Entonces abrí el maletín. Dentro había papeles de periódico hechos pedazos y una careta tipo Nosferatu. Miré al niño con cara de idiota.

-Pues al rol ¿a qué va a ser? -Dijo el chaval- Esta noche hay una partida de la mascarada. Hay objetos ocultos por la ciudad. Ese maletín es el premio gordo.

Miré aquel montón de porquerías.

-¿El premio gordo?

-Sí. Da doce millones de puntos de experiencia encontrarlo.

Entonces se me ocurrió una idea.

-Niño, te doy el maletín si me das un euro.

-Hecho.

El niño me dio la moneda y me fui al último chino que quedaba abierto a comprar chucherías. Quizá no sean doce millones, pero es una forma de endulzar la vida, aunque sea un ratito. Y bueno, pensé, no hay mal que por bien no venga, he tenido emoción, he echado la tarde y he conseguido mi lolipop.

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