Las finas arenas naranja brillan en la tarde y las franjas amarillas que serpentean entre ellas parecen estallar a la luz del Sol. No sé quién nos trajo, de que mano vinimos, ni cuánto hace que contemplamos las esmeraldas fundidas en este mar extranjero.
Los perfumes derramados hieden ya, y los tonos azulados de la tarde parecen señalarnos como culpables de la insolencia de existir. El cielo es acero bruñido contra nuestros rostros, los atardeceres nos alivian porque simbolizan la muerte y el renacimiento.
Esta decadencia cuajada de hermosura y espesa tragedia agota nuestros corazones, adormece nuestros sentidos. Las miradas que flotan entre las olas, entre senos y valles, cada vez son más fijas e insolentes. La vida no es bien recibida en la zona donde las cosas terminan.
Quien nos trajo también nos condenó a la derrota más dulce e inevitable. Es la propia naturaleza de este lugar la que nos mata de sentimiento y melancolía, la que nos arranca el corazón de violento y fatal romanticismo. Estamos perdidos, bien profundos en el laberinto de las emociones insostenibles, insoportables.
Por eso nuestro fin se acerca, los suspiros de las palmeras de plata negra cada vez hieren más nuestras almas. Transidos de dolor, casi aniquilados por la belleza, restregados nuestros nervios de calor humano no podemos sino rendirnos a lo que es superior a nosotros.
Mojarnos los pies en las orillas de la decadencia y avanzar, avanzar…
Hasta morir admirados fundiéndonos con el abandono de este lugar, hasta solo ser un detalle más en el paisaje para las miradas estremecidas de los que vendrán. Los que vendrán después de nosotros, traídos de una mano por siempre desconocida.
Viernes, 19 de junio de 2015